miércoles, 25 de diciembre de 2013

Capítulo dos.

  John vuelve a su sitio después de una breve conversación, ya que la profesora ha entrado en clase. Estoy casi segura de que, si fuera por él, se habría quedado charlando durante más tiempo. Al parecer, nadie aquí se interesa por los libros, son el tipo de mundanos ignorantes que dicen «¿para qué leer, si está la película?» y él era el único lector de este curso hasta que he llegado yo.
  La profesora de Ciencias, que al parecer es sólo sustituta y es nueva aquí, escribe su nombre en la pizarra con una letra casi ilegible, y yo creo leer Sra. Jefferson. Es una mujer de unos cuarenta años, con unos ojos completamente oscuros que combinan con su pelo, negro como el carbón. Su voz es tan aguda que casi me cuesta comprender lo que está diciendo. Me recuerda a la voz de un duendecito..., sin ofender a los duendes.
  Por suerte, como es nueva, no sabe que yo también lo soy, así que me ahorro mi presentación ante la clase. No me hace falta que me saquen a la pizarra para decirles a todos cómo se llama la chica nueva y pringada a la que insultarán durante todo el curso.
  Creo que está explicando algo sobre las partes de una célula vegetal, pero la verdad es que no estoy atendiendo, sino que me estoy dedicando a dibujar las Reliquias de la Muerte en la parte de atrás de mi cuaderno, mientras en mi cabeza suena una y otra vez Sparks Fly de Taylor Swift. De vez en cuando capto una o dos palabras de lo que dice la señora Jefferson con su voz chillona, pero mi mente en seguida desconecta de nuevo y me vuelvo a perder en mis pensamientos.
 Ya son las nueve menos diez, y la clase está a punto de finalizar. Miro mi horario y veo que ahora tenemos Matemáticas. «Genial -pienso-. Otra hora de dibujar».
  Toca el estruendoso timbre que marca el final de la clase de Ciencias. Ahora tendremos un “descanso” de unos cinco minutos, por el cambio de clase, hasta que el profesor entre en el aula.
  Recojo el libro que me ha dado la profesora, que no he mirado en toda la clase, y lo meto en mi mochila medio vacía. Observo con asombro que el chico de los ojos azules se está levantando de su asiento y se dispone a cruzar la clase hasta la esquina en la que me encuentro yo. Por suerte, me fijo en que hay otros compañeros a mi alrededor; irá a hablar con uno de ellos. Sin embargo, tengo la extraña sensación de que pensando eso me engaño a mí misma, y veo que no me equivoco. El chico..., John, acaba de llegar de nuevo a mi mesa. «Oh, no», pienso, porque seguro que vuelvo a quedarme mirándole como una imbécil sin enterarme de nada de lo que me dice. Decido no mirar a sus ojos.
   -Hola... -tarda un momento en acordarse de mi nombre-, Ariana.
   No puedo quedarme mirando a la mesa mientras él me habla, le voy a parecer una borde y maleducada. Alzo la vista, pero no consigo que ninguna sonrisa aparezca en mi cara esta vez.
   -Hola de nuevo, John -digo, esforzándome por parecer simpática.
   -¿Sabes?, te he visto dibujando antes. Da la impresión de que no te gustan las Ciencias.
   Estoy a punto de contestarle algo como «¿acaso te interesa?», cuando suena de nuevo esa vocecita en mi cabeza que me obliga a ser amable con él.
   -La verdad es que no. Además, con la voz que tiene la señora Jefferson no hay quien se entere de lo que dice.
   Y se ríe. Creo que es la primera vez, en todos mis años de instituto, que hago reír a un chico. Hay algo en John que me hace pensar que es diferente de los demás, algo como yo. Quizás sólo sea su gusto por la lectura, pero creo que hay más que eso.
   -Por curiosidad -continúa él-, ¿qué libro estás leyendo ahora?
  -El viaje de Ariana -respondo-. La verdad es que no sé quién es su autor, lo compré en el mercadillo de libros del pueblo.
  -Ah, los libros de segunda mano. Muchas veces he tenido que recurrir a ellos porque no tenía dinero para comprar libros nuevos. ¿De qué trata?
  -Bueno, por ahora sé que es un libro antiguo, que su historia está situada en la época victoriana, y que la protagonista se llama como yo. Creo que es una novela romántica, pero aún no he leído lo suficiente.
   -Por tus dibujos, veo que te gusta el género de fantasía -alza uno de los papeles en los que he estado garabateando, y observa mi esmerado dibujo de las Reliquias de la Muerte.
  -Sí -respondo secamente.
  -Cuando tenía diez años empecé a leer la saga de Harry Potter -comienza a contarme-. Solía creer que algún día, una lechuza entraría por mi ventana, y en su pico traería mi carta de admisión en Hogwarts. También me imaginaba que mi casa sería Gryffindor.
   Sé a lo que se refiere. Yo tenía once años cuando leí Harry Potter y la Piedra Filosofal. Once años, la edad en la que tu carta de Hogwarts debería llegarte. Yo creía que algún día me convertiría en una pequeña maga de Gryffindor. Claro que entonces sólo era una niña inocente enamorada de un mundo ficticio. Sin embargo, todo me parecía tan real... Además, vivía en Londres, la ciudad de Harry. Recuerdo cuando viajaba en metro y pasaba por la estación Kings Cross, solía pensar si lograría atravesar el muro de entre los andenes nueve y diez para tomar el Expreso de Hogwarts. Son sueños que aún, a mis quince años, sigo teniendo, solo que ahora soy consciente de la cruel y triste realidad: nunca iré a Hogwarts.
   Todo lo que le digo a John es:
   -Me pasaba lo mismo.
  Él me mira con sus ojos del color del mar y me dedica una amplia sonrisa. Está a punto de decir algo cuando un hombre anciano, canoso, y algo rellenito entra en el aula. Debe de ser el profesor de matemáticas.
   -Debo volver a mi sitio.
   John me sonríe de nuevo y se va a su mesa dando grandes zancadas, para que al profesor no le de tiempo a ver que está de pie.
   Por desgracia, este profesor no es nuevo, así que se da cuenta de que mi cara no le suena mucho.
   -Usted debe de ser la nueva -dice, mirándome fijamente. De repente, todas las caras de la clase se vuelven y clavan sus ojos en mí, observándome con atención. Noto el peso de sus miradas, y empiezo a ponerme nerviosa.
   -Sí -respondo al profesor.
   -Bien, señorita... -sus ojos se dirigen hacia lista de alumnos, y la examina hasta llegar a mi nombre- Allard. ¿Le importaría contar a la clase de dónde viene y la razón de su cambio de instituto?
   -Soy de Londres -digo con un tono neutro. Decido mentir en lo siguiente, ya que no quiero llorar delante de todos estos desconocidos-. Nos mudamos porque... Porque trasladaron a mi madre en su trabajo.
   Por mi tono, no he sonado muy convencida, pero los estúpidos de la clase se lo tragan. Menos John. Él me está mirando como si dijera «sé que estás mintiendo». El hecho de que lo haya notado no me sorprende.
  -Bien -dice el profesor con su voz grave-. Yo soy el señor Clark, y seré tu profesor de matemáticas durante este cur...
   Entonces alguien llama a la puerta, interrumpiendo al señor Clark. Él se dirige a la entrada del aula y deja pasar a un alumno.
   -Siento llegar tarde -dice el chico que acaba de entrar, aunque por su tono no parece sentirlo.
   Es más alto que el profesor, por lo menos en cinco centímetros. Su cabello pelirrojo le cubre la frente, casi escondiendo sus enormes ojos, que no puedo distinguir si son verdes o azules. No puedo evitar que su apariencia me recuerde a un Weasley, y se me escapa una pequeña sonrisa. Él, que al parecer me ha visto, me devuelve la sonrisa, aunque estoy segura de que no sabe por qué le he sonreído. Aún así, no he podido evitar sorprenderme; me ha mirado de manera amable, no como mira al resto de la clase, con una mirada fría, como si fuera mejor que ellos.
   El chico, que al parecer se llama Matthew, se sienta en una mesa libre que hay al lado mía. Siento el peso de su mirada, sé que me está observando, pero yo sigo a lo mío, y miro al profesor a la espera de que me diga algo más. Como no lo hace, me dedico de nuevo a dibujar y a pensar.
   De repente se me ocurre que Matthew debe de haber alejado su mirada de mí, al ver que no hago nada interesante, y siento un inexplicable impulso de ver a qué se está dedicando durante la clase. Pero al instante me arrepiento de haber seguido este impulso, porque sus ojos verde azulado seguían clavados en mí. Me sonríe, pero yo aparto la mirada al instante, y creo que he puesto cara de asombro. No sé por qué me está mirando aún, no soy especial, tan sólo soy la nueva..., la nueva, una novedad para él. En seguida se acostumbrará a mí y me tratará igual que al resto de la clase.
   Las dos horas siguientes pasan despacio. Cuando vuelvo a oír el estruendoso timbre, esta vez para el recreo, siento peso sobre los hombros. No quiero que en el recreo la gente se dedique a hacerme preguntas sobre mí y a ser simpáticos conmigo. Me niego a eso, en parte porque sé que jamás podré ser simpática con esa gente aunque me esfuerce. Las únicas personas que me han causado buena impresión han sido Meg y John.
   Veo a Meg, que está sentada unas filas más adelante que yo. Está sacando su desayuno y recogiendo los libros.
   -¡Hola! -me saluda cuando ve que la estoy observando-. ¿Qué tal tus primeras horas en el Phoenix?
   -Bien, supongo -le respondo.
   -Me alegro -sonríe ampliamente-. Voy a tener que irme, tengo que buscar a mi hermano. ¡Nos vemos luego!
  Meg se va, y creo que estaré sola durante el recreo hasta que oigo una voz a mi espalda y me doy la vuelta.
   -Hola -dice John-. Te veo un poco sola, ¿quieres que te acompañe? Ya de paso puedo enseñarte el instituto.
   -Claro -le respondo. Interiormente, estoy sonriendo en este mismo instante, pero no quiero que él se de cuenta.
   Primero visitamos el aula de dibujo, en la que hay caballetes y machas de pintura por todas partes. Después, John me lleva hasta el laboratorio de ciencias, en el que próximamente tendremos que diseccionar ranas y otras asquerosidades. Cruzamos los pasillos hasta llegar a una puerta que da al invernadero, lleno de hermosas plantas y flores de colores. Me recuerda al de Hogwarts, solo que en este seguro que no hay mandrágoras.
   Finalmente, John me guía hasta el patio, que está en frente de los edificios. Allí nos sentamos en un escalón alejado de las demás personas.
   -Quería preguntarte algo -me dice él.
   -¿Sí? -le pregunto, aunque creo que ya sé lo que me va a preguntar.
   -Antes, en clase de matemáticas. Dijiste que te habías mudado por un traslado de tu madre en su trabajo, pero algo me hace pensar que esa no es la verdadera razón.
   -Estás en lo cierto -le digo. Algo me hace confiar en él tanto como para contarle la verdad acerca de eso-. Nos mudamos por... Por la muerte de mi padre.
   -Oh -me pone una mano en el hombro. Normalmente la abría apartado, y no entiendo qué me lleva a no apartarle a él-. Lo siento mucho. Ahora entiendo por qué has mentido.
   Pestañeo muchas veces, esforzándome por mantener las lágrimas donde están, y que no salgan de mis ojos.
   -¿Sabes, Ariana? -me dice John-. Creo que eres como un libro. Un libro cerrado que se niega a que la gente lo lea. Pero yo tengo la esperanza de que conmigo puedas llegar a ser un poco más abierta, porque, aunque te conozco poco, pienso que escondes dentro de ti a una gran persona.
  Él me sonríe, y creo que lleva toda la razón del mundo. Esta vez, yo también sonrío, mirando a sus preciosos ojos azules.

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